14/8/09

Juan Manuel Parada

NO ES CASUAL QUE SE LLAME EZEQUIEL

No es casual que se llame Ezequiel. Cuando venía hacia mí se veía tan pequeño y flaco en medio de la llanura que puse en duda lo que se decía de sus luchas y hazañas. Quise detallarle el rostro pero estaba a contraluz. La camisa se le agitaba en el cuerpo con la cadencia de una bandera. Detuvo el paso y echó una mirada que se incrustó más allá de la línea donde se funden cielo y planicie.

Más tarde, cuando me habló de la urgencia de organizar las Milicias Campesinas y la necesidad de ideologizar al pueblo pa que no nos jodan más, me cruzó con la misma mirada con la que interrogó a la llanura minutos antes. Allí reparé en su tamaño, era alto y huesudo, negro, y el ágil movimiento de sus manos derrotaba todo intento de su rostro por delatarle la edad. Habíamos quedado en vernos ahí, debajo del guásimo, detrás del rancho. Me habían comentado que un tal Ezequiel Pérez derrotó a un terrateniente y yo, que ando tras la pista de las luchas campesinas, lo contacté para conversar y corroborar lo que de él se decía.

Es verdad, ganamos, pero seguimos casi en la misma. Respondió mi pregunta y el silencio posterior se prolongó mientras una bandada de garzas rojas cruzó el cielo hasta perderse más allá del sembradío de maíz. Ezequiel se refiere al acorralamiento que sufrió el pueblo campesino desde épocas remotas. Hoy, víctimas de la ignorancia, el hambre y la sumisión, nuestros hermanos del campo no han podido superarse. Es que ya ni siquiera son buenos agricultores, acostumbrados a trabajarle al patrón, perdieron los conocimientos de las antiguas tecnologías desarrolladas por los ancestros para producir la tierra, ni hablar del comercio que sucede a la cosecha. Ahora, aunque llenos de voluntad, esperanzados y financiados, no logran, en su mayoría, librarse de la miseria, bien sea porque no se da el cultivo, porque no logran venderlo o porque lo venden barato; y tornan los terratenientes, con sus garras infalibles y sus mañas y artimañas y de a poco y con engaños les van quitando las tierras a cambio de cuatro lochas y un sueldito por jornada.

Mientras iba camino a las tierras recuperadas por Ezequiel y su gente a cumplir con nuestra cita, me deslumbré por un momento con las enormes fincas, el ganado y el Central, pero al detallar los escuetos ranchos desperdigados alrededor, algunos en medio de sucias charcas, comprendí que la explotación en el campo venezolano sigue vigente y muestra sus caries.

Ezequiel rememora los cuarenta días que acamparon a orilla de la carretera, luego de investigar a fondo la situación ilegal de las tierras que planeaban recuperar. Pertenecían a un Juez, quien además de ese centenar de hectáreas se había apropiado de muchas más.
Por cierto que una de las pocas pisatarias que se mantiene en la zona, me comentó meses antes que esas tierras eran, hace sesenta años, el caserío donde se crió; hasta tenía una capilla, una escuela y una plaza. A punta e candela los fueron sacando, y cuando acordaron, ya no tenían sus casas. Con nosotras no pudieron, mi mama y yo nos mantuvimos aquí porque aquí nos moriremos… pero todo eso que usté ve pallá, por los lados de aquel mango, era todo caserío. El juez, cuyo apellido italiano me reservo, intentó hacer lo mismo con los planes de Ezequiel, no con métodos tan rupestres como los usado hace años, sino valiéndose de su poder para contratar sicarios, hacer amenazas, mover influencias.

Ezequiel mastica una rama seca y luego de soltar un espeso escupitajo contra el suelo amarillento, se lamenta de cómo están corrompiendo a las juventudes del campo Cosa que no se veía, ahora: puro aguardiente, drogas y armas; es que no basta con una reforma, ni con plata ni con leyes, hay que devolver la moral a la gente, acompañarla, ideologizarla, porque en el campo uno está muy solo. No niego que me sorprende la insistencia de este hombre, haciendo énfasis en el tema ideológico. Luego descubro que milita en el PCV desde los doce años y que más allá de la posición partidista, tiene un profundo compromiso con su gente porque Mire, yo ahora estoy jodio, enfermo del corazón, sin plata… pero cuando estábamos en plena lucha me llegaron dos tipos a la casa que por como estaban vestidos supe que eran sicarios, paramilitares quizá. Me llevaron a una panadería donde estaba su jefe y después de amenazarme de muerte me plantearon que dejara eso así que ellos me daban veinte millones y quince hectáreas de caña. Es evidente que no aceptó.

Carmen, aquella negra de espalda erguida que nos trajo las cachapas con su sonrisa de caño, lleva casi siete años ocupando esta planicie. Me contó cómo, para esa época, se amarró la espesa cabellera negra, a penas teñida por pocas canas, y bajo un enorme sombrero levantó la casa que ahora habita. Con las mismas manos que molió el maíz preparó el barro de las paredes y con esas mismas manos, armada de piedras, palos y ganas, enfrentó al terrateniente y a sus matones.

El sol se cuela entre las ramas del árbol que nos cobija, la camisa se me adhiere al pecho, pero no sé si es el calor natural o es que tanta emoción encontrada me mantienen sofocado. Por una parte saber de gente tan bien plantada, luchando por su dignidad, y por otra la impotencia ante un sistema que aún siendo combatido con fuerza revolucionaria, sigue pisando a los nuestros.

Ezequiel me estrecha la mano y se despide con ligereza. A medida que avanzaba con la línea del horizonte, crece en mí la sensación de no haber comprendido la verdadera esencia de sus palabras y más aún, de sus silencios. La forma cómo me miró cuando ya estaba por irse, entre compasiva e interrogante, me dejó más confuso que antes de la conversa. Y es que quizá nosotros, los "citadinos", no estemos entendiendo bien lo que pasa en nuestros campos, o peor aún, no estemos sensibilizados con la lucha campesina.

1 comentario:

JUAN MANUEL PARADA dijo...

Muchas gracias por la publicación de esta crónica. Sigo trabajando en el tema de las luchas campesinas, tanto en crónicas, como en cuentos. Si lo desean puedo seguir colaborando.
Gracias